jueves, 25 de agosto de 2011

Gilipolleces

Como cada mañana Marcel se despertaba temprano para coger el número 12 con dirección a Porte de la Chapelle para trabajar como camarero en uno de los numerosos cafés del centro. Las miradas indiferentes, vacías, pensaba a menudo en los reflejos de triste soledad de los pasajeros, a veces jugaba a "inventarles" personalidades, como aquel joven sin afeitar con un traje barato, que miraba constantemente la hora: veía a un comercial de segunda con grandes aires de superioridad por el hecho de llevar un traje, veía una fachada de una persona decepcionada consigo misma, alguien, para su desgracia, que daba importancia a un estatus, que soñaba con ser como aquello que disimuladamente pretendía aparentar. La mujer morena de al lado: una chica bastante guapa, morena, con una blusa generosamente abierta y unas gafas que enfocaban hacia un libro de Dostoievski: Más sencillo aún, solo era una chiquilla ilusa que jugaba a ser mayor, que se valía de su cuerpo para obtener la aceptación de la gente y que para negarse a sí misma tal logro intentaba ocultarlo bajo una fachada de interés emocional, con la necesidad de justificar el éxito que pudiera tener en la vida mediante una sensibilidad alternativa, inteligente, bohemia. Pero era una chica frágil y a la vez fuerte, lo que ella quería pero no como lo quería, era fuerte pues obtenía siempre lo que se proponía, acostumbrada a manejar a los hombres, a utilizarlos para preservar su autoestima, pero frágil, con la tristeza propia de quien busca el amor de los demás porque es incapaz de amarse a sí misma.

Cada mañana Marcel comprobaba en las falsedades inventadas la importancia de ser uno mismo, que realmente no importaba lo más mínimo, ni importaba a nadie. Se veía solo en un baile de lujosas máscaras enfundadas en cabezas de cerdo, en el que unos a otros se rascaban las espaldas con agasajos de la grandeza mediocre que conduce la senda de la sociedad. Sus amigos le acusaban de ser una persona distante, de ser apático, decían que utilizaba la sonrisa para ocultar la tristeza, le llamaban falso, pero al contrario de ellos Marcel no llevaba ese disfraz de enamorados de sí mismos por odiados por sí mismos, sino que, como en las funciones de teatro, alguien debía ser el espectador de aquella obra de monos. Un espectador que no participa en la obra, una vida que no interesa al resto del público, y que, al término de cada acto, simplemente por cortesía, aplaudía las gilipolleces de las que otros se sentían orgullosos.

No hay comentarios:

Printfriendly