martes, 29 de septiembre de 2009

Devil Blues

Era la una menos cuarto de la madrugada, o al menos eso indicaba el viejo reloj de mano. Las calles de Saint Louis de camino al club mostraban toda su belleza con todas aquellas luces que se reflejaban en las aceras bañadas por la lluvia. Yo me refugiaba con una gabardina larga y mi sombrero Fedora mientras buscaba algún bar abierto donde dejar pasar el temporal. Finalmente entré en una cafetería donde una señora protuberante me sirvió un poco de amargo licor, y con el estuche "a hombros" miraba a través de la cristalera mientras bebía y me fumaba uno de tantos cigarros.

Hubiera dado toda una vida, y mil vidas, pero ahora ya no era posible. Ahora era yo quien se alejaba, pensando que ya había cumplido mi promesa, por última vez. En otras circunstancias hubiera tenido la fuerza de poder estar ahí, y sufrir y llorar por mostrar el camino, y por mostrar quién era en realidad, pero se me había mostrado algo que no existe, un recuerdo muerto, porque no era real. Quizás por alcohol, quizás por drogas, pero sentía que ya no le importaba lo suficientemente a nadie como para tener que seguir en aquel hilo, y aunque nunca había pensado que la distancia, el aislamiento o simplemente un cambio de aires arreglara nada quizás ésa fuera la señal de que se había acabado el intentar ser feliz, porque estaba harto de ser un niño perdido que llora en medio de una multitud impasible, estaba harto de que nada me saliera bien, de preocuparme por las cosas más triviales, de poner el alma en cada persona que conocí. Mi vida era un cúmulo de sueños rotos o incumplidos y estaba cansado, por eso llegó el dia en que mi teléfono no funcionaba, no estaba en mi casa ni se me encontraría en el bar de siempre, ni nadie se molestaría en buscarme.

Terminada la consumición y amainada la lluvia retomé mi camino guitarra en mano y al fin llegué, un poco más tarde de la cuenta, a Westport Plaza, donde se alzaba el Backstreet. Un saludo con el sombrero al portero y el camino se abrió ante mí al interior. Había poca gente, como de costumbre, aunque eso no me importaba demasiado, quería esconderme como un niño agazapado en un rincón de su cuarto, pero allá donde iba el dolor me perseguía, intentaba escapar de un mundo cruel y no podía, no quería sufrir más, no quería llorar de impotencia y la desesperación me agarraba fuertemente el brazo. Quería que todo fuera un sueño y despertar pronto, porque la agonía me consumía.

Fui hasta mi reservado, ya que el lugar no tenía camerinos, con la compañía de un Four Roses doble, un par de tiros y de nuevo cigarro en boca. Somos marionetas, solo eso, pero, ¿quién maneja nuestros hilos? Nadie, somos nosotros mismos quienes nos atamos las cuerdas de la vida y nos dejamos llevar por ellas, al vaivén del viento nos movemos al unísono, y lo llamamos esperanza, lo llamamos destino, incluso a veces nos atrevemos a llamarlo amor, pero nada de eso existe, la vida, cruel escenario de una función extraída de las escenas de Blake en el que nos movemos, actuamos, sonreímos y lloramos sin apenas sentir o padecer.

Aquella noche actuaba acompañando a una joven promesa que aún sentía ilusión por triunfar en la vida gracias a su voz. Su nombre era Grace, nunca antes la había visto ni oido, pero yo sabía en qué acordes debía moverme, los tempos y cambios de ritmo, el resto saldría de unas letras escritas por ella misma y del espíritu maldito y embrujado de la improvisación. Todo aquello me importaba muy poco, yo sólamente quería cobrar unos cuantos dólares e irme pronto de allí a quemar el resto de la mecha que me quedaba aquella noche, porque nunca nos atrevemos a ser nosotros mismos, a luchar desde la oscuridad, a salir a flote en los momentos de decadencia. El gerente se acercó a interrumpir mi ritual para subir al escenario.

Colgué mi sombrero en una percha, junto a mi gabardina, saqué la vieja guitarra de su ataúd y me senté en una silla tras Grace en el escenario. Canciones, himnos, palabras que nos llenan de sentimientos y que creemos que nos hacen ser libres, pero solo nos condicionan a querer vivir un sueño que tal vez no tenemos. Aquella joven sureña cantaba con una pasión que me era familiar, pero pronto vendería su alma al por una copa más, siempre ocurre, o al menos así deseé un dia que me ocurriera, un dia en que cada vez buscaba cosas más especiales y moriría esperando algo que no existe, con el anhelo, la esperanza de que la vida fuera como un mundo de ensueño. No, ya no podía aspirar a ser más que una simple marioneta, mentira sobre mentira.

En mitad de una canción sentí de repente un pinchazo en el corazón, ¿tal vez un infarto? Si tenía que morir qué más me daba dónde y cuándo fuera, pero no era el caso, era el Diablo reclamando lo que era suyo, llegó el momento de despegarme definitivamente de mi maltrecha alma, allí y entonces, pero un atisbo de humanidad me hizo, no retenerla, sino despedirla de la única manera que conocía, mostrándole al Diablo el dolor que mi alma albergaba a través de una trillada Telecaster, de unos acordes que quedarían malditos de una canción que no debía volver a ser escuchada. Fue un momento de felicidad, después de tanto tiempo, en el que sonreí por deshacerme al fin de tanto dolor, de tanta melancolía y tanta tristeza.

Desde aquella noche busco en su mirada y no encuentro nada, solo expresiones vacías sin sentimiento. Busco el calor de sus abrazos y me parecen fríos, como gélido su aliento, pálida muerte a la que amo y juega conmigo.


2 comentarios:

ErJuanillo dijo...

¿Sombrero Fedora? ¿Del sistema operativo? xD

Jose dijo...

si, llevaba un pingüino en la cabeza, k pasa? algun problema? xD

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