lunes, 25 de mayo de 2009

Diario de un peregrino (dia 4)



El nuevo dia comenzó bastante temprano, pese a la profundidad de mis sueños me desperté mucho antes de que sonara la alarma. La mayoría dormía, aún no había salido el sol en la calle y el rumor de la llovizna invitaba a muchos a seguir descansando. Me levanté con las energías al máximo, recogí mis cosas, preparé la mochila y bajé al salón casi en soledad para comenzar a disfrutar de la nueva jornada. Una vez calzado con mis botas, tras comprobar que la cura de la ampolla había sido más que efectiva, me acerqué al bar para tomar mi café con tostadas. Al volver la pareja madrileña había empezado a desemperezarse mientras desayunaba, estuvimos hablando un poco y me comentaron que si en mi jornada me encontraba con dos gallegos les diera recuerdos de su parte y les dijera que lamentaban mucho ir tan retrasados respecto de ellos. Una voz, casi un grito me distrajo, la chica italiana de la noche anterior gritaba mi nombre desde la planta de las habitaciones, al mirar para arriba me hizo una foto con lágrimas en los ojos. Es muy triste el estar tan cerca y no poder completar la aventura, el dejar a los compañeros y, sobre todo, abandonar el Camino.



Tras despedirme me dirigí protegido con el chubasquero y la gorra de la lluvia hacia el pueblo de Villalba, esperando encontrar alguna frutería para comprar las acostumbradas provisiones (manzanas y plátanos) pero me fue imposible. Más aún, me costó bastante, incluso guía en mano, encontrar la salida hacia el Camino, perdí bastante tiempo y me lamenté de no haberme perdido más por el centro para admirar las maravillas de aquella población. Mi búsqueda me llevó a la compañía de otro peregrino y juntos encontramos la salida. La nueva etapa no voy a decir que era más hermosa, porque cada dia era distinto, distintos paisajes, distintas aventuras, distinta compañía... pero me llevó por los ríos más encantadores que había visto. Aquello me recordaba a las leyendas que había escuchado sobre brujas la última vez que fui a Galicia, con mi hermano años atrás, que hablaban sobre los maleficios que echaban desde debajo de los puentes a quienes pasaran por encima, y que para que éstos no tuvieran efecto se debía cruzar las piernas mientras se cruzara, pero lógicamente no podía pasar andando con las piernas cruzadas, sin embargo aprovechaba cada puente para mojar mis manos en el río, admirar la belleza y, por qué no, echar un vistazo para asegurarme de que no había ninguna bruja bajo el mismo.



Pronto dejó de llover, y me vi caminando por bosques embarrados durante un buen tramo. Tras una de las curvas un ganadero apareció caminando en mi trayecto con las vacas más grandes que había visto hasta entonces, incluyendo las de las tierras Cha, pero no temí ni por un momento el caminar entre ellas, incluso acariciarlas, lo que me demostró que ya no temía a ningún peligro de los que se me presentaran. En la zona más aislada del trayecto observé una casa solitaria en la que por lo menos unas veinte personas trabajaban en las obras de la misma, cosa que me llevó nuevamente a reflexionar sobre el estilo de vida de la gente de allí, de cómo familias enteras iban a los lugares más recónditos a trabajar en perfecta armonía recordando (el Camino da para pensar en muchísimas cosas) la niñez cuando toda la familia íbamos a las olivas y mi madre preparaba pipirrana y tortilla de patatas para comer en mitad del campo.

Poco después el paisaje volvió a cambiar, esta vez para presentar una escena un poco más cruda y fea, la carretera. Afortunadamente para mis pies no tuve que andar por ella, pero sí tenía que ir zigzagueándola atravesando por los muchos túneles sobre los que pasaba habilitados para los peregrinos. La llovizna volvió, y con ella de nuevo el escenario plácido de la naturaleza plena. Las fuerzas no me fallaban, la mente estaba despejada, así que no por aburrimiento ni por cansancio comencé a cantar y bailar por mitad de un bosque en soledad, a sabiendas de que nadie podía verme o escucharme, cosa que tampoco me importaba mucho. Música de Celtas Cortos, la música de mi viaje, me divertía ensayando temas como "retales de una vida", "no nos podrán parar", "hay que volver" y "la senda del tiempo". Al alcanzar una nueva zona de casas, ya sin hacer el tonto, tras una valla un perro, como tantos, comenzó a ladrar efusivamente, menos mal que vi aliviado que estaba tras el portón de la parcela, pero al recorrer mi vista la continuación de la valla comprobé horrorizado que no había nada, esperaba que aquel bicho infernal con los ojos inyectados en sangre que parecía querer devorarme no se diera cuenta, cosa que no pasó. El perro se abalanzó sobre mí, y yo, solo en aquel lugar, no tenía más opción que desenvainar mi toledana (el bordón) y asestar certeros estoques en el animal, sin llegar a herirlo, por supuesto, pero lo suficiente como para librarme de él.



La llegada al pueblo de Baamonde fue casi un alivio, hacía tiempo que la lluvia estaba apretando y necesitaba, a parte de descansar, guarecirme un poco de la misma. El albergue del pueblo era precioso y se veía bastante cómodo y relajante, allí nuevamente me encontré al grupo de checos sentados en el porche, y a un chico gallego quitándose las botas. Me acerqué a ayudar al chaval a curarse una herida de la pierna y descubrí que era uno de los dos primos gallegos de los que me habían hablado los madrileños, llamado Fernando. Tras un rato hablando con él apareció la "encantadora" señora encargada del albergue, que farfullando nos gritó para que pasáramos dentro y nos sellara las credenciales. Preguntamos por la cocina y nos contestó de mala manera que allí no se podía cocinar, preguntamos por el servicio y nos dijo que en la calle había una pila de agua, que nos apañáramos con aquello, y a los pobres checos que apenas se enteraban de la película comenzó a gritarles despectivamente y llamándolos "checoslovacos". No pudimos dejar nuestras cosas en el albergue para mientras ir a comer, así que de nuevo mochila cargada me fui a buscar un buen menú en cualquier bar del pueblo.



Sin recomendación ninguna de la bruja aquella me dispuse a buscar un buen lugar donde nutrirme. Entré a un bar que había en una de aquellas casas antiguas, bastante bien decorado por dentro, asemejando las tabernas que debían encontrarse por aquellos lugares siglos atrás. Un camarero que terminaba todos los adjetivos en "-ito" me atendió muy amablemente, pedí una sopa y un filete de ternera. Primero vino la sopa con el pan, aquel líquido extraño que por el sabor era más agua de fregona que sopa me lo tuve que comer echándole migas del insípido pan, que al menos estaba tierno, para que tuviera algún sabor. El filete... bueno, el trozo de carne sangrante lo tuve que dejar casi entero, no es que sea delicado con la comida, que aunque la carne esté muy poco hecha me la como, pero no me agrada clavar el cuchillo en algo que en cualquier momento puede echar a correr. "¿Estaba todo riquito?" "Un café, por dios". Para mi desilusión cuanto más me acercaba a mi destino menos se asemejaban los menús al que dias atrás había disfrutado con tantas ganas, ni en precio ni en sabor ni en abundancia. Volví al albergue, aquella tarde me apetecía disfrutar un poco de la relajación de un pueblo que parecía encantador, sin embargo la idea de tener que aguantar a la repelente señora del albergue y el ver que nadie más estaba dispuesto a quedarse continué mi jornada, otra vez doble, hacia el albergue de Miraz, que según la arpía aquella no existía.



De nuevo a caminar, y de nuevo la lluvia. Saliendo del pueblo me paré en una tienda a comprar víveres (galletas y alguna chuchería, que me la había ganado) y sorprendentemente me encontré de nuevo con la belleza de las gallegas, sin duda la mujer más hermosa de todo el viaje que debía contar con unos 35 años, pero que cortaba la respiración, y es que aquello que allí parecía lo más normal del mundo en mi tierra es muy difícil de encontrar, no por solo hermosura, sino por además simpatía y modestia. Los primeros kilómetros fueron por asfalto, una carretera principal bastante transitada por camiones que casi me hacían volar, y peor aún, con todas mis fuerzas concentrándose en la difícil digestión. El camino nuevamente se escondió entre los árboles por caminos de hierba, bordeando enormes fincas con sus ganados, sus espectaculares casas y sus perros feroces. Lo primero que encontré fue un puente que atravesaba un enorme río, estuve un rato sentado a la orilla, pensando en mis cosas, y luego proseguí para descubrir unos metros más adelante una iglesia perdida en mitad del bosque, junto a la cual se alzaba un hermoso cruceiro.



Tras rodear la iglesia por un camino ascendente y resbaladizo proseguí otra dura etapa de bellas escenas, perros agresivos, reflexiones profundas, cantes y bailes y lo que es peor, el ataque de unos cazadores. Algunos senderos se encontraban un poco sumergidos en la tierra, de manera que a veces solo se veía la cabeza de quien andaba por ellos, otras veces la tierra te tragaba por completo, pues bien, en uno de aquellos senderos de repente oí un fuerte disparo y un montículo de tierra saltó cerca de mi cabeza, en ese momento, sobre todo por lo poco que me gustan los cazadores, menos cuando no respetan la distancia de caza respecto de las casas, y, claro está, más que nada que me disparen, empecé a gritar en parte para que se dieran cuenta de que mi cabeza no era ningún conejo y en parte para mencionarles lo mucho que me estaba acordando de sus seres queridos y de los miembros de sus familias fallecidos, pero el tiroteo continuaba. Con un cabreo monumental, sobre todo porque no los veía (tampoco me atrevía a asomar la cabeza) continué con la esperanza de dejarlos pronto atrás, eso sí, con mi gorra alzada más de un metro por encima mía ayudada del bordón.

Algunos kilómetros más adelante, ya dejados atrás a aquellos imbéciles y con el pueblo de Miraz relativamente cerca, la luz del dia se iba debilitando y mi nuevo escenario era por una carretera bastante poco concurrida (más bien nada). Estaba ya cansado y deseando llegar al albergue cuando me encontré un grupo de tres o cuatro casas donde dudé si había llegado o no, pero nada parecía indicar que así fuera, de modo que tenía que dejar el bar con tan buena pinta que había y proseguí mi camino con la duda de si allí se encontraba realmente el albergue, pues aquella zona era muy solitaria. Un par de kilómetros de dudas después a unos treinta metros de donde me encontraba vi a alguien cruzar la carretera corriendo, al llegar a la altura intenté adentrarme en el lado de la carretera hacia donde había salido, para preguntar si Miraz estaba cerca o si lo había pasado, para mi sorpresa la vegetación era demasiado densa para que alguien pasara por ahí, y mucho más, para que alguien estuviera andando o corriendo por la zona, y nada se escuchaba, era evidente que allí no había nadie, pero estaba totalmente seguro de haber visto a alguien pasar.



Al fin el albergue de Miraz, un suspiro salió de mi boca al ver el enorme cartel que así lo indicaba. Me acerqué y un hombre mayor con barba y gafas me abrió la puerta. Al principio era muy confuso, porque me hablaba en un mal inglés, claro que el mio supongo que no era demasiado bueno tampoco. Me dijo que el albergue estaba completo, por un momento me vi en la situación del primer dia, pero me hubiera dado igual haber seguido andando aunque fuera a oscuras por mitad de la nada. Para mi suerte me dijo que si no me importaba no estar demasiado cómodo me podía hacer un sitio, era evidente que acepté. Pasé adentro y me presentó a su mujer, luego me subió al desván y apañó un colchón para poder dormir en el suelo, creyendo él que me resultaría incómodo, cuando era todo lo contrario.

Tras instalar mis cosas bajé a aceptar la invitación del amable señor de tomar un cuenco de sopa de peregrino que nada tenía que ver con la del menú de Baamonde. Allí, en aquella cocina, nos juntamos Laura, una chica madrileña que como yo hacía el viaje sola, pero que era su séptimo año haciendo el camino, Fernando, el gallego que encontré en Baamonde, Valentín, el primo de Fernando, y yo, y tras compartir unas risas y conocernos un poco mejor (la pareja mayor que llevaba el albergue era de Bélgica, me parece recordar, el marido era contable pero lo dejó todo para irse a aquel albergue a vivir, no por ganar dinero, porque perdían y bastante, sino por un motivo muy fácil de entender cuando pasas por allí). A veces pienso que juntar una familia distinta al dia, convivir y compartir puede hacer bien que conozcas a muchas personas interesantes bien que te acostumbres y amargues, y termines por no dar el calor que merece la gente a tu alrededor, también pienso que mucha gente pasaría de largo, todos agradecerían la amabilidad, por supuesto, pero nadie se abriría lo suficiente ni compartiría tanto como lo hicimos nosotros, pues realmente sentados allí en aquella cocina alrededor de la mesa, compartiendo la sopa o unas infusiones, charlando, jugando a las cartas, tuve la extraña sensación de estar en familia, como hace muchos años que no me siento en mi propia casa. Allí, en Miraz, me dieron lo más hermoso que he guardado en mi corazón del Camino, y nunca, jamás, nadie podrá arrebatármelo.

Fui a pegarme una ducha, que falta me hacía relajarme, y tras eso salí a la pila de la calle a lavar mi ropa, en ese momento Fernando me llamó para cenar unos exquisitos espaguetis que había preparado él mismo, así que terminé lo antes que pude y fui corriendo a devorar tan exquisito plato. Tras la cena compartimos unas ricas infusiones que llevaba Valentín, estuvimos hablando con el ex-contable y su esposa, yo en un inglés un poco oxidado, pero Valentín se manejaba que daba gusto oirlo. Fue una noche de aprendizaje, de escuchar las experiencias e historias de los demás y de descubrir un lado hermoso de la vida. En aquel punto yo ya era realmente un peregrino al que no importaba seguir andando dia tras dia por el resto de la vida, conociendo, compartiendo, y lo más importante, juzgando a la gente por el tamaño de sus corazones y no por el aspecto que puedan tener, desde entonces una persona con mochila para mí no es un mendigo o un pordiosero, como puede ser para muchos, sino un peregrino de la vida en un mal lugar en el que no tiene el apoyo de la gente, ya sea por miedo, por odio o por pereza.

El albergue tenía un libro de visitas, que, por supuesto, estuvimos cotilleando. Muchos mensajes hacían referencia a la lucha, la esperanza, a no venirse nunca abajo, otros a la belleza y a la experiencia felizmente compartida en aquel albergue, y otros, para nuestra sorpresa, acerca de la terrible "Bruja de Baamonde", la señora mayor del albergue de Baamonde que tan mal trataba a todo el mundo, la misma que decía que en Miraz no había albergue (lástima de los checos que aquella noche decidieron quedarse con la bruja, solo espero que la quemaran en una hoguera). Uno de los mensajes, el primero que la llamó bruja, era de una niña de 7 años, que relataba lo dulce que había sido aquella jornada de camino para ella, con la única excepción de una vieja que les había tratado como perros y que era una auténtica bruja, por fea y por mala. Nosotros, como no podía ser menos, escribimos también sobre la diferencia entre un albergue de lujo regentado por una bruja y una casa petada de camastros y colchones regentada por una gente tan amable.

En la buhardilla dormíamos Fernando, Valentín, Laura, un matrimonio de franceses (cuya hija dormía en una de las habitaciones de abajo) y yo. Cuando nos subimos a acostarnos los franceses todavía estaban abajo, era temprano y aprovechamos para recoger un poco las cosas y charlar un rato, y Valentín para pegarse una ducha. Pronto subieron los dos franceses para acostarse, nos apagaron la luz de mala manera, pero eso no impidió que siguiéramos hablando en susurros, más que nada para ponernos de acuerdo en la hora para levantarse al dia siguiente. Los franceses nos chistaron varias veces, así que viendo la mala leche que gastaban nos callamos, nos disponíamos a dormirnos cuando Valentín subió, al no ver nada encendió la luz y la mujer francesa le dijo algo que no entendimos, le dijimos que apagara, que los franceses estaban subnormales y éste sin rechistar obedeció y se fue a acostarse. Preguntando a Fernando qué es lo que pasaba la "flanchuta" comenzó a gritar como una loca a decir lo que suponíamos que eran barbaridades en francés, lo único que entendí fue españoles pero vamos, me imagino toda clase de tacos e insultos saliendo por su boca sin parar por al menos un cuarto de hora, hasta que ya la calmó el marido y todo quedó en silencio (luego la muy hija de puta roncaba como si le fuera la vida en ello)

Allí estaba yo, acostado en una buhardilla, con el aroma a humedad entrando por la ventana, mirando el techo formado por vigas de madera y piedras de pizarra que servían como teja, escuchando las gotas de lluvia golpear contra el tejado, no podía evitar sonreir de felicidad, porque lo que había vivido aquella noche en el albergue de Miraz era algo que encontré sin saber que lo estaba buscando, la noche más hermosa, junto con la de Sobrado al dia siguiente, que viviría en mi experiencia en el Camino.

Dia 3: entre Lourenzá y Villalba

Dia 5: entre Miraz y Sobrado

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