"Caminante, no hay camino, se hace camino al andar"
Antonio Machado.
Tras la espantosa y desesperante noche en el primer albergue me desperté bastante temprano. Aún era de noche, pero el amanecer andaba cerca. Recogí todas mis cosas esperando no dejar nada, y mientras salía tuve que volver para coger mi gorra de Canon, olvidada en el cabecero de la litera. Nuevamente fui al mismo bar de la noche anterior, donde el dueño charlaba con un par de abuelos del pueblo acerca de fútbol y que tras entrar me observaron un poco extrañados, como si no estuvieran acostumbrados a los peregrinos. Aquella mañana me tomé mi desayuno sin distracciones de ningún tipo, me esperaba una dura jornada y me preocupaba que la anterior me hubiese dejado demasiado fatigado como para no poder terminarla, aún así el cuerpo me respondía bien, y mi corazón... mi corazón hubiera andado solo de haber tenido piernas, pues tenía una fuerza de voluntad increíble. Terminadas mis tostadas y tras comprobar que el mercado estaba cerrado desanduve los pasos hasta el albergue, el camino continuaba por una cuesta que pasaba por detrás del mismo.
Apenas se empezaba a ver, pues los rayos del Sol vagueaban todavía un poco en el horizonte, pero para mí era suficiente, y subiendo aquella primera cuesta recordé la sensación de levantarme al amanecer en mi casa de campo, cuando todo estaba húmedo por el rocío y lo único que se escuchaba era el murmullo de los pájaros. De nuevo el Camino me llevó por frondosos bosques de eucaliptos, de nuevo vuelta a la soledad, con momentos para la reflexión y momentos para el absoluto silencio. Los paisajes pasaban entre ríos, arboledas y grandes praderas, era imposible aburrirse con tal espectáculo de la naturaleza, con la fidelidad de las flechas amarillas y la presencia de los mojones cuya vieira te señalaba el camino y te indicaba los kilómetros restantes hasta el final.
Nuevamente atravesando encantadores pueblos, algunos, en subida o bajada, estaban atravesados por un estrecho camino empedrado, cada casa tenía su cuadra, a parte de su feroz perro atado que intentaba tirarse en cuanto pasabas, pero el olor no dejaba de ser en ningún momento el de la hierba fresca. Al pasar entre sus únicas calles de no más de 20 metros observaba a la poca gente que vivía allí, algunos muy ancianos, quizás demasiado como para vivir allí solos, pero ninguno con tristeza en el rostro, me llamaba la atención lo vivas que eran sus miradas y pensaba en lo mucho que seguramente les tendría que doler el tener que abandonar todo aquello. Frente a una casa un poco derruida en el camino me detuve para leer un bando del ayuntamiento, que curiosamente obligaba a quien tuviera una casa de aquel tipo (totalmente rural, construida de piedra y con techos de pizarras) a tenerla perfectamente restaurada para poder conservar la cultura y belleza de aquellos parajes que sin duda merecían el mejor de los tratos.
En mi camino me topé con el pueblo de Mondoñedo, sin duda el más grande visto hasta entonces desde Ribadeo. El acceso, perfectamente asfaltado y acerado, estaba ocupado por naves de talleres que dejaban paso a una urbanización de casas. Tardé bastante en alcanzar el centro, el cual se encontraba ya en la ladera de una montaña y todo eran cuestas. Llegué a la plaza del pueblo, regida por una imponente catedral, que para mi total decepción se encontraba cerrada a cal y canto. Aproveché para descansar un poco y ver el comercio que había por la zona, donde ya se veía alguna típica tienda de recuerdos. Pasé por una frutería para reponer los víveres que no pude comprar en Lourenzá, mis dos manzanas (las más ricas que he probado en mi vida después de las de París) y mi plátano, y observando los melones recordé la ilusión que tenía antes de comenzar el viaje cuando se me ocurrió la idea de que compraría un melón para ir comiéndomelo por el camino, a la vez me di cuenta de lo lejos que estaba de mi casa, pero no me entristecía, sino que hacía darme cuenta de la gran aventura que estaba llevando a cabo. Pasé luego por un bar donde había un cartel buscando camarero, y mi idea entonces fue "¿qué pasaría si me quedara aquí y no volviera?" sin embargo era consciente del daño que no quería hacer a mis seres queridos y proseguí mi viaje con la idea apuntada para la próxima.
Retomé el camino, el cual continuaba con un larguísimo trayecto asfaltado cuesta arriba, con escasos trayectos de sombra. Sin duda, si no el más duro, fue de los más duros, sobre todo porque no siempre podía andar por la tierra acumulada en la cuneta y la dura carretera suponía un terrible castigo. Mi motivación era encontrar un monasterio que según las indicaciones se encontraba en lo más alto de aquella montaña que debía subir. El monasterio no estaba allí, al parecer había que desviarse en un punto y mi camino tomaba otra dirección, para mi consuelo el paisaje había sido espectacular.
Las casas que encontré a partir del pueblo de Lousada comenzaron cada vez a ser más vistosas, de nueva arquitectura, sin duda, pero tan hermosas y espectaculares como solo ellas podían ser. Todas tenían grandes extensiones de tierra, y en ninguna faltaban huertas, vacas ni caballos. Aquella imagen me hacía pensar nuevamente en lo plácido que debía resultar vivir allí, tan apartados de todo y de todos. Por el camino atravesé un pueblo ¡con una única casa! No me podía creer que algo así pudiera ser posible, me hizo bastante gracia cuando lo vi. Más adelante al fin dejé la carretera atrás y retomé de nuevo un camino de hierba.
Sin duda estaba exhausto, pero quería aprovechar la nueva sombra que me ofrecía el bosque frondoso en el que me introduje y no me detuve hasta que encontré un edificio enorme, parecido a un molino o un silo, que perfectamente podía tener la altura de 8 o 10 pisos, una edificación de leyenda que transmitía la sensación de las grandes torres de los castillos de la Edad Media. Mi espíritu aventurero me obligó a adentrarme, me impresionó enormemente la altura interior del lugar y ya aproveché el frescor del interior para hacer mi parada del bocata, que ya tocaba.Retomado el camino, y tras kilómetros y kilómetros de camino ascendente, buena parte de él en un ahogadizo pasadizo sin sombra ninguna, llegué a la ermita de San Cosme Da Montaña, buena señal, pues ya estaba muy cerca de mi destino, me paré para sentir la paz que se respiraba en aquel lugar y proseguí.
Llegué al albergue de Gontán a duras penas, estaba cansadísimo por la larga jornada y solo pensaba en sentarme en cualquier lado y comer algo caliente que me reconstituyera. El albergue era totalmente nuevo, terminado ese mismo año, tras hablar con el chico que estaba encargado de él y sellarme la Credencial me dirigí a uno de los bares que me había recomendado. En el bar pude olvidarme un rato de la mochila al fin, pasé al comedor y pedí un menú, con estofado de cordero de primero y filetes de lomo con patatas de segundo, ¡ah! y una cocacola. No me extrañó mucho que la cocacola fuera una botella de un litro, en algunos sitios eso es normal, lo realmente sorprendente fue que la camarera dejara delante mia una olla entera de estofado ¡toda para mí! con una libra de pan. Estaba hambriento y el estofado estaba riquísimo, el primer plato me lo acabé en seguida pese a que lo había llenado hasta casi rebosar. El segundo plato de estofado pude disfrutarlo con más tranquilidad, el tercero fue una mezcla de obligación y orgullo el comérmelo, miré la olla y quedaba media todavía, dios mio, no podía comer más, y odio dejar comida en el plato. Antes de poder hablar con la camarera me trajo el segundo plato con 4 filetazos enormes y una fuente de patatas, y yo me tenía que comer todo eso. Apenas pude con un filete y unas pocas patatas cuando avergonzado pedí la cuenta. Lo peor de todo es que la pobre pensaría que no me había gustado, y a mí me faltaba llorar por no poder comer más, porque a parte de abundante estaba todo riquísimo. Me ofreció postre, "puedes tomar melón, plátano, un yogur, un flan, una manzana, un pudin de chocolate, un helado... o todo" ... "un café, por dios". Me quedé mareando el café mientras bajaba un poco la comida, tenía el albergue al lado y nada que hacer en toda la tarde, o... Tras pagar un precio totalmente injusto por la comida (6 euros es realmente poco, y me parece injusto) cogí corriendo mi mochila y retomé el camino.
Terra Cha, así se llamaba la nueva región en la que había entrado, caracterizada por llanuras de prados y pastizales, con vacas aún más grandes que las vistas hasta entonces. En esta segunda parte del camino cabe destacar un bosque totalmente de leyenda en el que me adentré y cuyo camino recorría kilómetros y kilómetros sin nada más que árboles alrededor, quizás también algún gnomo o bruja, quién sabe, y eternas rectas y ninguna señalización, cosa que me hizo pensar más de una vez que me tendría que haber equivocado en algún punto. Menos mal que al llegar a la carretera, por la que por unos kilómetros debía caminar, encontré bastante alegrado una señalización en forma de flecha. Nuevamente una jornada doble, aquella segunda parte fue dura y aburrida, faltando aún unos cinco kilómetros para llegar a Villalba mis fuerzas eran mínimas, casi arrastraba los pies, la mochila me pesaba y todo mi cuerpo tambaleaba, me quedaba algo más de una hora hasta mi destino y no podía más, miraba hacia abajo de la pradera, al fondo por donde pasaba la misma carretera que kilómetros antes había recorrido, ya quedaba poco, un último esfuerzo era suficiente. Cuatro kilómetros, se estaba haciendo eterno, pensé en ese momento en mis amigos Juan y Edu, y aunque alguno de ellos lea esto y piense que lo he puesto para quedar bien es cierto que de ellos saqué las fuerzas para levantar mi mochila, ajustármela y apretar bien duro el paso en los últimos momentos de la jornada.
Albergue de Villalba, al fin. Era un albergue bastante nuevo, por dentro era una preciosidad, aunque no fuera de estilo rústico tenía bastante encanto. Llegué saludando a los demás peregrinos, allí, a parte de las alemanas con las que coincidí en el albergue de Lourenzá, había algo más de gente. Subí a una de las habitaciones, me descalcé y dejé mi mochila sobre mi litera. Me habían advertido que si quería ducharme tenía que hacerlo en las duchas de las mujeres, pues en las de los hombres el agua salía helada por un problema del calentador. Algo cortado entré corriendo en una de las duchas, afortunadamente allí no había nadie, pero el agua estaba bien fría, pero era agua, pude ducharme agusto y estaba agradecido por ello. Cuando me puse más cómodo, y con la baraja en un bolsillo, salí a la calle para llamar a casa sentado en un banco. Tras tranquilizar a mi madre demostrando que seguía vivo me curé una ampolla que me había salido en el interior de uno de los dedos del pie y permanecí allí un rato al silencio de la noche y a la caricia de las gotas de la llovizna que había empezado a caer. Un gato acostumbrado al ir y venir de los peregrinos se acercó a hacerme compañía y a trestregarse conmigo, y yo, amante alérgico de los gatos, procuraba acariciarlo sin tocarlo directamente.
El albergue estaba a las afueras de la ciudad, en el comienzo de un polígono, y solo había un bar al lado donde pudiéramos comer, así que los que no llevábamos nada para preparar en la cocina terminamos allí comiendo un bocadillo y tomando una cerveza. Al volver me reuní de nuevo con mi amigo el gato al que decidí llamar "Gato", me senté encima de los lavaderos y él se sentó a mi lado. En ese momento saqué la baraja y le di una carta a elegir, él muy gracioso olisqueó una de ellas y la cogí, intenté hacerle el truco de la apuesta, pero todo su afán era pillarme la mano o jugar con alguna carta. Tras un largo rato en conversación con el primer amigo que hice en el Camino y debido al frío que comenzaba a hacer entré en el salón del albergue y me senté en una mesa absorto en mis pensamientos. Una chica que se sentaba en la mesa de al lado me invitó a acompañarles a ella y a su novio, invitación que acepté. Pasamos los tres un buen rato contándonos nuestras historias. Eran una pareja de unos 20-23 años de edad de Madrid, me odio a mí mismo por no recordar sus nombres, porque pasamos un buen rato juntos. Se quedaron sorprendidos de que llevara un ritmo tan fuerte en el camino, algo más del doble de kilómetros al día de lo que estaban haciendo ellos. Pronto, desde unos sofás que habían rodeando a una mesa una chica italiana que estaba peregrinando con su marido nos llamó para compartir con nosotros y con otros extranjeros que estaban a su lado unas botellas de vino. Me contó que llevaba tres años haciendo el camino, cada año una parte del mismo, y que aquel era su último día y tenían que regresar, así que lo celebramos con vino, tarta de Santiago y unos cuantos truquijuegos que luego quería que le enseñara para hacérselos a sus alumnos (era profesora de primaria) En un momento, el chico madrileño fue a la cocina a por un tenedor para su ensalada, cocina que siempre estaba abierta y esa vez se encontraba cerrada. Salió blanco y sin el tenedor en la mano, contando que dentro había un grupo de cinco jóvenes leyendo la biblia mientras otro les daba una charla. Todos reímos y ese fue el momento en que en mi camino aparecieron los curas checos. Tras unas cuantas botellas de vino y muchas risas era lo suficientemente tarde como para irse a dormir plácidamente, pero yo me quedé un ratejo más, hablando con una de las alemanas que se mostraba conmigo bastante simpática, pensando en lo que parecía insinuar todo aquello pronto me fui a dormir.
Dia 2: entre Ribadeo y Lourenzá
Dia 4: entre Villalba y Miraz
2 comentarios:
Yuhuuu! La historia de los curas chechos!! xD
Me alegra mucho saber que te dimos fuerzas desde la distancia para que pudieses seguir hacia adelante, aunque nosotros ni siquiera fuesemos conscientes de ello.
¡Mola un puñao el diario!
¿que una alemana no tenia cabida en tu camino?por favor,en un bolsillo no se hacen esas cosas...
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