ilustración a cargo de Fabián Suárez
texto a cargo de alles lüge
vida creada para José Carrillo HueteLa ciudad lo acogió, pero nadie podría decir cómo, ni cuando ni cuánto. Decían que aquella ciudad se llamaba París, pero nadie pudo atestiguarlo. José llegó, vio, y se sintió vencido de inmediato. Vestía un traje ajado y llevaba, como todo equipaje, un amor sin costuras prendado a su chaqueta. Y entonces… ¿aquella funda negra?
Cargado con su guitarra, José visitó todos los garitos del barrio, buscando un lugar en el que poder estrellarse, entero, sin piezas. En un sótano de la Rue de Soufflot nº 3 le dieron su primera oportunidad. El público, una caterva de gitanos y negros que se desmadejaban en la red de humo, solo atendía a los cantos de sus risas y de sus vasos. El dueño hizo un llamamiento a modo de aviso, pero nadie atendió a la plegaria. Un barco zarpaba desde el escenario, y José saltó en el último momento. Colocó su guitarra española entre sus piernas, como un bebé a punto de ser mecido. Rasgueó las cuerdas, y todas sonaron desafinadas. Afuera, la niebla. Dentro, la niebla. Entre sus dedos, la claridad. Fue empujándola poco a poco, hasta que la luz se hizo entre los trastes. Brotaron olivos y enredaderas, un sol sin miedo se hizo en los corazones de todos los presentes, regando campos sinuosos, arroyuelos que recorren olvidos como piedras. Cuando terminó la bulería alguien gritó, entre risas, “¡olé”. José se puso de pie y gritó, a modo de respuesta: “¡viva la república!”. Todos callaron, el camarero incluso hizo un alto, entre mesas, para mirarlo. Siguió tocando y la confusión se fue desvaneciendo. El agujero de su guitarra devoraba toda la niebla, y la transformaba en notas que corrían por las paredes, despavoridas. Alguien gritó como si aquello fuera un concierto de bebop. Alguien invitó a todos a una ronda. Alguien saltó encima de una mesa y se puso a bailar. Uno de los gitanos se encaramó al escenario con su guitarra y, tras seguir un buen rato el pulso de las venas de José, se unió a su ritmo enloquecedor. Ambos negros, ambos gitanos, descarrilaron por completo el tren de la música. Entre el público los “olés” habían sido sustituidos por los “vive la republique”. Alguien hizo un niño en los lavabos. Alguien se secó el sudor de la frente con un viejo fracaso. Una mujer pataleó y gruñó por hacer notar sus caderas. Ya nadie atendía más que a aquellos dos locos que castigaban sus guitarras hasta expulsar la última gota de sangre de sus maderas.
Cuando terminaron, alguien alcanzó una botella de vino a José, entre el fragor de los aplausos borrachos. Apuró un largo trago directamente del gollete y la pasó a su compañero de corcheas. Tras dar buena cuenta de ella, aquel gitanito sonriente le tendió la mano. “Django Reinhart, mi hermano, cómo llamar usted?”. “Je m’ appelle Miseria”, respondió José con certeza.
Cargado con su guitarra, José visitó todos los garitos del barrio, buscando un lugar en el que poder estrellarse, entero, sin piezas. En un sótano de la Rue de Soufflot nº 3 le dieron su primera oportunidad. El público, una caterva de gitanos y negros que se desmadejaban en la red de humo, solo atendía a los cantos de sus risas y de sus vasos. El dueño hizo un llamamiento a modo de aviso, pero nadie atendió a la plegaria. Un barco zarpaba desde el escenario, y José saltó en el último momento. Colocó su guitarra española entre sus piernas, como un bebé a punto de ser mecido. Rasgueó las cuerdas, y todas sonaron desafinadas. Afuera, la niebla. Dentro, la niebla. Entre sus dedos, la claridad. Fue empujándola poco a poco, hasta que la luz se hizo entre los trastes. Brotaron olivos y enredaderas, un sol sin miedo se hizo en los corazones de todos los presentes, regando campos sinuosos, arroyuelos que recorren olvidos como piedras. Cuando terminó la bulería alguien gritó, entre risas, “¡olé”. José se puso de pie y gritó, a modo de respuesta: “¡viva la república!”. Todos callaron, el camarero incluso hizo un alto, entre mesas, para mirarlo. Siguió tocando y la confusión se fue desvaneciendo. El agujero de su guitarra devoraba toda la niebla, y la transformaba en notas que corrían por las paredes, despavoridas. Alguien gritó como si aquello fuera un concierto de bebop. Alguien invitó a todos a una ronda. Alguien saltó encima de una mesa y se puso a bailar. Uno de los gitanos se encaramó al escenario con su guitarra y, tras seguir un buen rato el pulso de las venas de José, se unió a su ritmo enloquecedor. Ambos negros, ambos gitanos, descarrilaron por completo el tren de la música. Entre el público los “olés” habían sido sustituidos por los “vive la republique”. Alguien hizo un niño en los lavabos. Alguien se secó el sudor de la frente con un viejo fracaso. Una mujer pataleó y gruñó por hacer notar sus caderas. Ya nadie atendía más que a aquellos dos locos que castigaban sus guitarras hasta expulsar la última gota de sangre de sus maderas.
Cuando terminaron, alguien alcanzó una botella de vino a José, entre el fragor de los aplausos borrachos. Apuró un largo trago directamente del gollete y la pasó a su compañero de corcheas. Tras dar buena cuenta de ella, aquel gitanito sonriente le tendió la mano. “Django Reinhart, mi hermano, cómo llamar usted?”. “Je m’ appelle Miseria”, respondió José con certeza.
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